Imagen: PE, Bryan Wright, STRK3

El hombre y el espíritu del capitalismo

Con el fondo de la cumbre del G20 en Pittsburgh, el escritor Jeremy Seabrook defiende en The Guardian que si queremos resolver problemas globales como el cambio climático y la crisis económica, debemos superar primero la definición de nosotros mismos como individuos codiciosos que inspira el mercado.

Publicado en 24 septiembre 2009 a las 15:40
Imagen: PE, Bryan Wright, STRK3

Los puritanos y los moralistas tachan a veces de “codicia” el consumismo, la cultura del premio, la sociedad adquisitiva o la filosofía del “vive ahora y paga después”. Pero al igual que tantos otros pecados y vicios, también éstos han sido redefinidos por el nuevo orden moral del capitalismo. Buena parte de lo que antes era visto como una debilidad humana se ha transformado en una virtud económica. La avaricia se ha convertido en ambición, la envidia aparece hoy como una manifestación de un sano espíritu competitivo, la gula no es más que un deseo natural de consumir más y la lujuria una expresión necesaria de nuestra naturaleza humana más profunda. La tentación ya no es un impulso al que debamos resistirnos: debemos ceder a ella en nombre del más elevado de los fines, la “confianza del consumidor”.

Cuando todo aquello que una época más primitiva había visto como un atributo negativo se transforma mágicamente en una virtud resplandeciente, es fácil convencerse de que se ha encontrado la naturaleza humana. De este modo tenemos permiso, por decirlo así, para ser incontinentes, autocomplacientes y avariciosos. La moral del crecimiento y de la expansión económica ha invadido nuestra psique, que es el espacio interior donde las personas tratamos de encontrar el modo de ser buenas personas; como resultado, hoy reina como la revelación definitiva de lo que significa ser humano. El éxito de la sociedad industrial depende de esta siniestra descripción de la “realidad”. El primer artículo del credo del capitalismo es “no puedes cambiar la naturaleza humana”: un reconocimiento levemente nostálgico de que los seres humanos son “esencialmente” egoístas, unos seres irremediablemente “culpables”.

Un mórbido deseo por alcanzar lo inalcanzable

Si el primer artículo del capitalismo ha sido desde el principio la inmutabilidad de la naturaleza humana, su segundo artículo ha sido una constante transformación, dominación y saqueo del resto del mundo natural. La naturaleza misma se ha convertido en algo infinitamente moldeable y adaptable a cualquier uso o finalidad que proponga la “humanidad”. Continentes enteros han visto talados sus bosques, desviados sus ríos, destripadas sus tierras, explotados sus mares hasta la extinción; sólo la naturaleza humana se mantiene triunfante e invencible.

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La convicción de que el mundo natural está a nuestra disposición, mientras que la naturaleza humana es inmune a cualquier cambio es la causa directa de múltiples crisis globales: el cambio climático, la creciente desigualdad y —algo tal vez menos visible, pero más importante— un deseo general, mórbido e irrealizable de alcanzar lo inalcanzable. Finalmente se ha reconocido que la manipulación de la biosfera, la adicción al progreso y los efectos acumulados de la acción humana han sido la causa directa de un calentamiento global; pero —comprensiblemente— somos mucho más reacios a reconocer que es la inalterabilidad de la naturaleza humana lo que nos ha conducido a esta triste situación.

Cuestionar la ficticia naturaleza humana inspirada por el mercado

No es posible introducir modificaciones puntuales en esta ecuación, pues en cierto modo es una visión holística del mundo. Cualquier respuesta a las amenazas planteadas por la globalización requiere una inversión ideológica: es preciso abrazar lo contrario de este fatalismo cínico y gratuito acerca de la naturaleza humana, pues eso es justamente lo que ha llevado a nuestro inmovilismo y a nuestro sentimiento de impotencia ante la crisis actual.

La tarea más urgente de todas es denunciar esta naturaleza humana ficticia, percibida en general como el único punto fijo en medio del cambio y el crecimiento constantes. La naturaleza humana no es como la habían pintado los profetas de la ideología económica, en el intento de justificar sus propias posiciones. Lo que se hace es más bien empujar a las personas a comportarse de un modo y luego sancionar el resultado de tal conducta como acorde con la naturaleza humana. En la medida en que no haya espacio público para otros atributos de la humanidad, esta siniestra visión terminará ahogando inevitablemente nuestra capacidad para ser generosos, desinteresados, sacrificados y amables. Sabemos que todas esas cosas existen: sólo que no están invitadas al sombrío banquete de la economía, como no sea para los mendrugos sobrantes que se destinan a la filantropía. Despiadados, egocéntricos, individualistas: ¿quién no va a cultivar estas cualidades si nos dedicamos a premiarlas, mientras las virtudes humanas deben practicarse de modo furtivo, en la discreción de la vida privada donde han sido encarceladas como obstáculos para el juego económico?

¿A mundo industrial, seres humanos industrializados?

Tal vez existan otras formas de prosperidad para los ricos y otras salidas de la miseria para los pobres de las que conocemos. Pero todas ellas están bloqueadas por la convicción inamovible de que las disciplinas de la economía de mercado —esa alianza entre la destructividad hacia la naturaleza y la inviolabilidad de la naturaleza humana— siguen siendo la única vía para cumplir nuestros sueños más profundos y para escapar de nuestras peores pesadillas.

Hoy se acepta generalmente que es preciso poner fin al saqueo de la naturaleza; pero si no se ataca el origen de esas actitudes depredadoras, nuestras opciones de supervivencia serán cada día más reducidas. Y surgen así algunas preguntas radicales, como por ejemplo: ¿por qué se ha vuelto tan difícil distinguir entre la naturaleza del industrialismo y la industrialización de nuestra propia naturaleza?

G20

La gobernanza mundial está en pañales

El G-20 se reúne por tercera vez en un año marcado por la crisis financiera. No deja de ser curioso que se tienda cada vez más a considerar al G-20 como “el nuevo centro del gobierno del mundo”, como señala Nicolas Tenzer en Le Figaro (Tenzer es presidente de IDEFIE, un grupo de reflexión que promociona los conocimientos y experiencia franceses a nivel internacional y europeo). Desde que se formara hace 10 años, el G-20 ha venido a desbancar al G-7 y al G-8 y se ha convertido en la instancia con mayor legitimidad en cuestiones de economía mundial. Sin embargo, como nos recuerda Tenzer, “el G-20 no es infalible ni capaz de solucionarlo todo”, no es sino un foro informal en el que no se tienen demasiado en cuenta los intereses de los países emergentes y en el que la rivalidad entre los miembros no se puede eliminar “por arte de magia”. Hasta que el G-20 no cuente con una estructura equivalente en los organismos activos de las finanzas internacionales, como son el FMI y el Banco Mundial, cabrá esperar “progresos considerables” pero no una “revolución”.

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