“¿Qué han hecho los romanos por nosotros?”, plantea John Cleese a su grupo de resistencia en la famosa sátira de Monty Python “La vida de Brian”. “El acueducto”, susurra uno. “Y...alcantarillado”, añade otro. “Las carreteras”. “La irrigación”. “La sanidad”. “La enseñanza”. “Y el vino”. “Sí, pero ¿aparte del alcantarillado, la sanidad, la enseñanza, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras y los baños públicos?”, exclama un desesperado Cleese.
Una gran parte de la población holandesa quiere, en primer lugar, deshacerse de los griegos, después de los italianos. Y ahora también de los españoles y de los portugueses. Quizá sea mejor que los franceses abandonen igualmente la eurozona. Y los belgas también.
Desde la Segunda Guerra Mundial, nunca se ha recurrido tanto a los estereotipos sobre los pueblos europeos como en las últimas semanas. Subyace la idea de que existe un salto cultural insalvable entre el duro trabajo de los europeos del Norte y las almas perezosas de los del Sur.
Se olvida rápidamente el pasado. En 2004 y 2005, en toda Europa se escuchaban alabanzas hacia el modelo de España e Irlanda por tener las economías con mayor éxito del continente. Los Países Bajos se podían sentir afortunados de estar asociados con el milagro español y el tigre celta. España, Portugal e Italia formaban parte del núcleo de la nueva Europa.
Cuando los Países Bajos eran los parias de Europa
En los setenta, sin embargo, los Países Bajos eran los parias de Europa. En 1977, el semanario británico The Economist publicó en portada lo que pasó a conocerse como el “mal holandés” [The Dutch Disease], consistente en la desindustrialización del sector productivo y en la dilapidación de los ingresos provenientes de los recursos naturales, como el gas de Slochteren, para dedicarlos a prestar servicios sociales y a otros proyectos de tipo socialista.
La Wikipedia recoge ese comportamiento como un modelo económico y en el Reino Unido y en Estados Unidos se considera, con razón o sin ella, como una metáfora para los sistemas económicos que están estancados. En estos países resulta mucho más conocido que el “modelo pólder” que hace veinte años convirtió a los Países Bajos en un Estado modelo.
Pero mientras los Países Bajos experimentaban un boom con el “modelo pólder” [llamado así por la superficie ganada al mar] durante los ochenta y los noventa, Suecia padecía una crisis de su sistema bancario. Mientras tanto, Alemania se esforzaba por salir del fondo al que se había visto arrastrada tras la reunificación. La cuestión es que el éxito económico no está vinculado a una nación. Se trata más de una cuestión de “la ley de la desventaja es un buen comienzo' como el historiador Jan Romein lo describió en 1937. Con el paso del tiempo, un buen comienzo se convierte en una desventaja.
Deducimos los plazos de nuestras hipotecas de las declaraciones de la renta, tenemos que pagar nuestros caros servicios sanitarios y las pensiones. Todo esto pesa como una cruz colgada al cuello de los Países Bajos. Con una recesión en ciernes, quizá en los próximos años los griegos y los italianos se plantearán qué hicieron los holandeses por Europa. “El molino de viento” “El pólder” “La cinta de casete”. “Eh... el reproductor de CD”. Cleese se preguntaría: “Pero, ¿cuál de estos inventos es todavía útil hoy en día?”.