Una revolución desde arriba

El filósofo francés Étienne Balibar expone que los cambios políticos en Grecia, en Italia y en España son la prueba de que los dirigentes europeos trastocan el equilibrio de los poderes entre la sociedad y el Estado, entre la economía y la política, sin que sepamos qué lugar ocupan los ciudadanos.

Publicado en 23 noviembre 2011 a las 17:13

¿Qué ha ocurrido entonces en Europa entre la caída de los Gobiernos griego e italiano y el desastre de la izquierda española en las elecciones de este domingo? ¿Una peripecia en la historia de los reajustes políticos que se esfuerzan por correr detrás de la crisis financiera? ¿O se ha superado un umbral en el propio desarrollo de la crisis, que produce que lo que sucede en las instituciones y en su modo de legitimación sea irreversible? A pesar de las incógnitas, es necesario arriesgarse y hacer balance de la situación.

Las peripecias electorales (como la que quizás se produzca en Francia en seis meses) no merecen grandes comentarios. Hemos comprendido que los electores culpan a los Gobiernos de la creciente inseguridad en la que vive actualmente la mayoría de los ciudadanos de nuestros países y no se hacen demasiadas ilusiones sobre sus sucesores (aunque habría que puntualizar que, después de Berlusconi, es comprensible que Monti, de momento, bata todos los récords de popularidad).

La cuestión más seria es la relativa al momento crucial de las instituciones. La conjunción tanto de la fluctuación de la presión de los mercados, que hacen subir y bajar los tipos de los préstamos, como de la afirmación de un "directorio" franco-alemán dentro de la UE y de una entronización de los "técnicos" relacionados con las finanzas internacionales, aconsejados o supervisados por el FMI, únicamente puede generar debates, emociones, inquietudes y justificaciones.

La revolución está en marcha

Uno de los temas más recurrentes es el de la "dictadura de los comisarios" que interrumpe la democracia con el fin de recrear la posibilidad de que ésta vuelva a surgir, una noción definida por Bodino en los inicios del Estado moderno y más tarde teorizada por Carl Schmitt. Los "comisarios" hoy no pueden ser militares ni juristas, sino que deben ser economistas. Es lo que escribe el editorialista de Le Figaro el 15 de noviembre: "El perímetro y la duración del mandato [de Monti y Papademos] deben ser lo bastante amplios para permitir que sean eficaces. Pero en ambos casos deben limitarse para garantizar, en las mejores condiciones, el retorno a la legitimidad democrática. Ni que decir tiene que Europa únicamente se construye con el apoyo de los pueblos".

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Sin embargo, antes que esta referencia, prefiero otra: la de una "revolución desde arriba" que, con el látigo de la necesidad (el hundimiento anunciado de la moneda única), intentarían llevar a cabo los dirigentes de las naciones dominantes y la "tecnoestructura" de Bruselas y Fráncfort. Sabemos que esta noción, inventada por Bismarck, designa un cambio de estructura de la "constitución material" y por lo tanto de los equilibrios de poder entre la sociedad y el Estado, la economía y la política, como resultado de una "estrategia preventiva" por parte de las clases dirigentes.

¿No es lo que está sucediendo con la neutralización de la democracia parlamentaria, la institucionalización de los controles presupuestarios y la fiscalidad por parte de la UE, así como con la sacralización de los intereses bancarios en nombre de la ortodoxia neoliberal? Sin duda, estas transformaciones se encuentran latentes desde hace mucho tiempo, pero nunca se habían reivindicado como una nueva configuración del poder político. Por lo tanto, Wolfgang Schäuble no se ha equivocado al presentar como una "auténtica revolución" la elección del presidente del Consejo Europeo por sufragio universal, lo que conferiría al nuevo edificio un halo democrático. Salvo que la revolución ya está en marcha, o al menos se esboza.

El fin de Europa como proyecto colectivo

Aún así, no podemos ocultar que el éxito de esta tentativa no está en absoluto garantizado. En su camino se presentan tres obstáculos que pueden conjugar sus efectos para desembocar en una crisis agravada y por lo tanto en el "fin" de Europa como proyecto colectivo. El primero se debe a que, por definición, ninguna configuración institucional puede tranquilizar a los mercados, nombre en clave de la especulación, ya que ésta se alimenta a la vez de los riesgos de quiebra y de las posibilidades de ganancias que ofrecen a corto plazo. Es el principio de la proliferación de los "productos" derivados y del diferencial sobre los tipos de los préstamos. Las instituciones de inversión que alimentan las operaciones bancarias en la sombra necesitan llevar los presupuestos nacionales al borde de la ruina, mientras que los bancos necesitan contar con los Estados (y los contribuyentes) en caso de crisis de liquidez. Pero tanto unos como otros constituyen un circuito financiero único. Mientras no se vuelva a cuestionar la "economía de la deuda", que rige las sociedades de arriba hacia abajo, no será viable ninguna "solución". Pero la "gobernanza" actual lo excluye a priori, aunque para ello sacrifique cualquier crecimiento durante un tiempo indeterminado.

El segundo obstáculo es la intensificación de las contradicciones intraeuropeas. No sólo se inscribe en los hechos "la Europa de dos velocidades", sino que se convertirá en una Europa de tres o cuatro velocidades y a cada instante surgirá la amenaza del estallido. De los países que no forman parte de la eurozona, algunos (los subcontratistas de la industria alemana en el este) buscarán una mayor integración, mientras que otros (sobre todo Reino Unido), a pesar de su dependencia del mercado único, acabarán rompiendo o suspendiendo su pertenencia.

En cuanto al mecanismo de "sanciones" anunciadas contra los malos alumnos del rigor presupuestario, sería iluso pensar que sólo puede afectar a algunos países "periféricos". Y basta con observar cómo ha dejado a Grecia sin fuerzas, al borde de la revuelta, para imaginar los efectos que tendría la generalización de estas "fórmulas" en toda Europa. Por último, y no por ello menos importante, el "directorio" franco-alemán, trastocado por el desacuerdo sobre la función del Banco Central, tiene pocas posibilidades de fortalecerse en estas circunstancias, a pesar de los intereses electorales de sus miembros, y sobre todo del presidente francés.

El chantaje del caos

Pero el obstáculo más difícil de superar será el que imponen las opiniones públicas. Sin duda el chantaje del caos y la amenaza suspendida permanentemente de una rebaja de la nota pueden paralizar los reflejos democráticos. No pueden aplazar indefinidamente la necesidad de obtener la autorización popular para realizar cambios a través de una revisión de los tratados, por limitada que sea. Y toda consulta implica la posibilidad de volverse contra el proyecto, como ya ocurrió en 2004. A la crisis de estrategia se añadirá entonces una crisis de representación, que también se encuentra avanzada.

En estas condiciones no nos sorprenderá que se expresen las voces críticas. Pero lo hacen en direcciones opuestas. Unos (como Jürgen Habermas) apoyan un "refuerzo de la integración europea", pero afirman que únicamente es viable con la condición de que conlleve una triple "redemocratización": restablecimiento de la política en detrimento de las finanzas, control de las decisiones centrales mediante una representación parlamentaria reforzada, vuelta al objetivo de solidaridad y de reducción de las desigualdades entre los países europeos.

Otros (pensamos en este caso en los teóricos franceses de la de la desglobalización) ven en la nueva gobernanza el resultado de la sumisión de los pueblos "soberanos" a una construcción supranacional que sólo puede servir al neoliberalismo y a su estrategia de "acumulación por desposeimiento". Los primeros son claramente insuficientes y los segundos se encuentran peligrosamente expuestos a fusionarse con los nacionalismos que pueden llegar a ser xenófobos.

La revuelta de los ciudadanos

La gran preguntas es saber cómo se orientará la "revuelta de los ciudadanos", cuya intensificación no ha dudado en anunciar hace unos días Jean-Pierre Jouyet [presidente de la Autoridad de los mercados financieros y responsable de regular la plaza financiera de París], ante la "dictadura de los mercados", a los que los Gobiernos sirven de instrumentos. ¿Se volverá "contra la instrumentalización de la deuda" que traspasa las fronteras, o bien designará en "la construcción europea como tal" un remedio peor que la enfermedad? ¿Intentará, allí donde la gestión de la crisis concentra los poderes de hecho o de derecho, crear contrapoderes, no sólo constitucionales, sino también autónomos y si fuera necesario, insurreccionales?

¿Se conformará con reclamar la reconstitución del antiguo Estado nacional o social, hoy carcomido por la economía de la deuda, o bien buscará alternativas socialistas e internacionalistas, los fundamentos de una economía del uso y de la actividad, a escala de la globalización en la que Europa en el fondo tan sólo es una provincia?

Podemos apostar que el factor determinante para que cesen estas incertidumbres será la extensión y la distribución por Europa de las desigualdades y de los efectos de la recesión (en especial del paro). Pero la capacidad de análisis y de indignación de los "intelectuales" y los "militantes" será la que alumbre, o no, los referentes simbólicos.

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