La mayoría de los análisis señalan a EEUU y China como los ogros de Durban, los países egoístas que acudieron a Suráfrica pensando únicamente en su propio ombligo. Mientras tanto, otras naciones mucho menos influyentes trataban de mantener vivo el Protocolo de Kioto con el pretexto de mejorar la situación del planeta pero con la aviesa intención de seguir sacando tajada, como en los últimos años, de este peculiar y complejo acuerdo para combatir el cambio climático. Son los países del Este de Europa, los antiguos miembros de la URSS y sus satélites, que siguen lucrándose al poner en el mercado sus derechos de emisiones de gases de efecto invernadero para que otros países, como España, puedan alcanzar sus objetivos de reducción de estas emisiones. Y salvo que la Unión Europea le ponga remedio en los próximos meses, habrán conseguido su objetivo.
Para conseguir que en 1997 un país como Rusia, de los mayores contaminantes del globo, rubricara el texto de Kioto, se añadió un punto que sirviera de zanahoria, una contrapartida jugosa que le hiciera ver con buenos ojos el resto de compromisos: la posibilidad de vender a terceros países sus excedentes de derechos de emisión. El protocolo fijaba para cada país unos límites de gases nocivos que podrían liberar a la atmósfera y, si rebajaba sus exigencias, podía mercadear con esos remanentes. La clave es que Kioto usó de referencia las emisiones del año 1990, cuando la industria soviética, altamente contaminante, ensuciaba los cielos del planeta a todo trapo. Durante esa década, todo ese poderío industrial murió o limitó su capacidad de dañar la atmósfera con escasos cambios, provocando una falsa caída de sus emisiones.
Lea el artículo completo en Público.