“No soy racista, pero odio a los chinos y a los negros”: esta frase, que se pudo oír al realizar una encuesta sobre la acogida de los alumnos extranjeros en los centros escolares húngaros, se ha convertido en algo familiar. Aunque el número de nuevos inmigrantes no deja de disminuir en Hungría (el índice no llega al 2 % de la población), la xenofobia se ha duplicado. Los chinos son el principal objetivo de estos ataques.
Este fenómeno se produce sobre todo en Budapest, donde los negocios del mercado chino del distrito octavo desacreditan a la colonia. Los productos de alta tecnología y de la industria mecánica y electrónica, con los que se alcanza una cifra aproximada de 7.500 millones de dólares [5.500 millones de euros], representan el 80 % de los intercambios económicos entre China y Hungría. Pero los puestos del mercado del popular distrito de Kõbánya en Budapest exasperan a las autoridades, pues al realizar inspecciones encuentran irregularidades en cada uno de los puestos.
Según el servicio ministerial creado para facilitar las relaciones entre los dos países, los infractores de las normas no son numerosos. Los chinos de Hungría ven con malos ojos cualquier tipo de tráfico ilegal. Los inmigrantes asiáticos comenzaron a llegar al país poco antes de la caída del régimen comunista. Tras la eliminación de los visados entre los dos países en 1988, el número de chinos registrados pasó de 0 a 30.000 en tres años. Los trabajadores inmigrantes que se encontraban en Hungría en los últimos días del antiguo régimen iniciaron la importación de prendas de vestir.
Al principio, la mercancía llegaba en maletas en el Transiberiano y posteriormente, a comienzos de los años noventa, en contenedores. En unos años, Hungría se convirtió en el punto neurálgico de las importaciones chinas hacia los países de Europa Central y Oriental. Según las cifras de la Oficina de Inmigración y Naturalización, actualmente viven en Hungría 11.000 chinos de forma totalmente legal. No obstante, se estima que la cifra real de habitantes chinos es de aproximadamente 20.000 o incluso 30.000 y la mayoría vive en Budapest.
Pero no existe un barrio chino, probablemente porque desde los años noventa, la mafia china consideró más prudente que vivieran dispersados. En cambio, en los alrededores del mercado de los Cuatro Dragones, la densidad de población china es patente. Allí, los habitantes de la colonia que no hablan húngaro, es decir, la mayoría, pueden conseguir prácticamente de todo. Hay peluquerías, médicos, restaurantes y lugares de ocio. En 2002 abrieron su propio banco, el Bank of China, un indicio de que los chinos se resisten a mezclarse con la población local.
Es cierto que Hungría no colabora en su integración. Hace dos años, el Parlamento aprobó dos leyes sobre inmigración, pero el país sigue sin tener una estrategia con respecto a los inmigrantes, a pesar de que la Unión Europea estaría dispuesta a financiar este tipo de proyectos. En cualquier caso, ¿resultaría beneficioso para los chinos? No está muy claro. En realidad no muestran interés por otras culturas ni por otras sociedades. Aunque se trata de una población con un gran índice de movilidad, viven en cualquier lugar como si estuvieran en su propio país.
Su valor principal es el dinero y el impulso para hacer amistades es igualmente el éxito financiero. En lugar de aprender el idioma y las costumbres del país, los más acomodados cuentan con un chófer, un intérprete y un negociador y envían a sus hijos a colegios anglófonos. Son pocos los que recurren a los colegios bilingües húngaros-chinos creados desde 2004. La mayoría considera que Hungría es un país de tránsito. Aquí hacen fortuna y luego vuelven a su país de origen o se dirigen hacia el oeste.
En cambio, para morir, vuelven siempre a su país natal. Y si no es posible, envían las cenizas de los difuntos. En Hungría se encuentran activos una docena de organismos chinos. En lugar de servir a los inmigrantes, desempeñan una función de comunicación con el Estado chino. Editan varios diarios, hasta una decena incluso en estos tiempos difíciles, en los que informan sobre la vida de la colonia china. La segunda generación se muestra menos vinculada a las tradiciones. Los chinos de más edad denominan a estos niños “plátanos”: amarillos por fuera, pero blancos por dentro.