En el memorial de la Shoah en París.

El Holocausto, triste parte de nuestra identidad

65 años después del fin del conflicto, la memoria de la Segunda Guerra Mundial sigue viva gracias al trabajo reiterado de los historiadores, pero también porque el genocidio de los judíos es un elemento fundamental de nuestra identidad europea, tal y como recuerda Volkskrant.

Publicado en 8 mayo 2010 a las 15:56
En el memorial de la Shoah en París.

Año tras año, cada vez son más las personas que participan en los actos en memoria de las víctimas, un ritual que algunos llegaron a pensar que se encontraba en vías de extinción a principios de los años setenta. La guerra es el tema central de un creciente flujo de publicaciones, aunque con un cambio constante de perspectiva. La imponente obra de Loe de Jong, [historiador neerlandés de la Segunda Guerra Mundial], parecía cubrir todo el campo de la investigación desde el punto de vista geográfico y temático. Desde entonces, se han tratado toda clase de matices en el trabajo de investigación y los historiadores han empezado a interesarse por las vicisitudes individuales de las personas que estuvieron implicadas de una forma u otra en la guerra. Ahora que ya hemos escuchado a los últimos supervivientes, la atención se centra en la depuración desordenada del periodo posterior a 1945, de la colaboración y de nuestra relación de posguerra con respecto a la guerra. Así se alimenta la historiografía de guerra.

"Creo que llegará un día en el que la Segunda Guerra Mundial se habrá difuminado hasta el nivel de la Guerra de los Ochenta Años [el conflicto de los neerlandeses contra los españoles que generó la creación de las Provincias Unidas en 1648]", afirmó un día el escritor y periodista Ad van Liempt en este diario. "Sin embargo, la masacre de los judíos no dejará de amplificarse en la memoria". No sólo es la consecuencia insoslayable de la historia europea, sino también la misión que se proponen cumplir los historiadores. Cuanto más se aleja en el tiempo el Holocausto, es más evidente que constituye la mayor línea de demarcación de este continente, el lugar de la desgracia, el campo de acción de los culpables y sus cómplices.

Tras el Holocausto, los europeos reflexivos perdieron la confianza en sí mismos y en las ventajas de las ideologías y de la innovación tecnológica. A principios del siglo anterior, ese progreso que llenaba a los europeos de tanta esperanza por un futuro mejor no pudo impedir la masacre de los pueblos. Peor aún, ese mismo progreso, cuyos símbolos eran el ferrocarril, los aviones, las fábricas y la vida en sociedad, hizo posible el asesinato masivo organizado. En ninguna parte se sintió con mayor fuerza la desilusión sobre la autodestrucción del progreso como en Europa.

Ocurre también lo contrario, es decir, que ningún continente se ha purificado tanto con su pasado sombrío. Con la Segunda Guerra Mundial se dieron las condiciones para la unificación europea y la pacificación de las naciones belicosas. El auténtico milagro alemán no es tanto la rápida reconstrucción del país tras su devastación, sino la purificación moral. Desde hacía siglos, Alemania, Estado unitario desde 1871, era una fuente de agitación y de guerra. Actualmente es el pilar de una Europa pacífica y próspera.

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Precisamente el Holocausto, al ser un determinante clave en la identidad europea, contribuye a establecer la diferencia de mentalidad entre Europa y otras partes del mundo. El significado que tiene el Holocausto para los europeos no es universal, como ocurre con la relación desenvuelta del mundo árabe con respecto a este tema. Sesenta y cinco años después de la Segunda Guerra Mundial, la masacre de los judíos representa el fondo del abismo incuestionable de la historia europea, la referencia colectiva de los antiguos culpables y las antiguas víctimas. Al mismo tiempo, constituye un foso profundo entre los europeos y aquellos para los que el Holocausto no tiene este profundo significado.

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