Un "parlamento suspendido" frente a la Torre de Londres, el 28 de abril de 2010.

Una revolución muy británica

Gran Bretaña ha votado y ha obtenido un Parlamento sin mayoría absoluta, lo que significa que ha rechazado al Partido Laborista, pero que no ha caído rendida a los pies de los conservadores. Una columnista de The Times expone que no se trata de un síntoma de apatía, sino de enfado con el antiguo orden.

Publicado en 7 mayo 2010 a las 13:41
Un "parlamento suspendido" frente a la Torre de Londres, el 28 de abril de 2010.

Por todo el país había colas interminables para poder votar. En algunos lugares, la gente esperaba más de una hora para dar su veredicto a la clase política; en otros, los votantes se quedaron sin poder votar, pues los locales de votación estaban cerrando. Ayer no se vieron muestras de apatía. Si por algo se han caracterizado estas elecciones generales ha sido por el enfado. Tal y como decía Tennyson, “El orden antiguo cambia para dar paso al nuevo”.

David Cameron puede que se haya asegurado el mayor número de escaños en la Cámara de los Comunes, pero esta mañana no posará ante el número 10 de Downing Street para declarar, tal y como hacía Tony Blair en 1997, la última vez que cambió de manos el poder, que “ha llegado un nuevo amanecer”.

Los votantes han dado la espalda a Gordon Brown, pero no han corrido a los brazos de los conservadores, como hicieron con el nuevo Partido Laborista hace 13 años. En lugar de ello, al final se han escabullido tras los conservadores, como adolescentes huraños que se avergüenzan de tener que estar junto a sus padres.

Incluso al optimista líder de los conservadores le resultará difícil repetir su mantra de “dejemos que salga el sol” después del apoyo tan poco entusiasta. Este mandato no facilitará el trago del impopular recorte de gastos y del aumento de impuestos, tan necesarios para paliar el déficit. Los laboristas han perdido, pero ¿realmente han ganado los conservadores?

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Los partidos deberían escuchar con humildad y aprender la lección

Por lo general, las elecciones sirven para determinar si los votantes quieren o no cambiar de gobierno. Pero estos comicios han sido más una cuestión de mostrar el deseo del electorado de cambiar todo el sistema político. La campaña no sólo ha sido una lucha entre laboristas, conservadores y liberal-demócratas, sino que quizás ha sido más entre el pueblo y la clase política.

Lo que realmente querían los votantes era ver cómo caía el “orden antiguo”. Tras el escándalo de los gastos de los diputados, la guerra en Irak, los portavoces acosadores y las estadísticas poco fiables, la confianza en la clase política se encuentra en horas bajas, una situación agravada por el comportamiento de los banqueros, que para mucha gente son parte de la misma élite.

Un Parlamento sin mayoría absoluta era el resultado que deseaban obtener muchos votantes. Efectivamente, ha sido como haber marcado la casilla de “ninguno de los anteriores”, un llamamiento para entablar un diálogo más maduro y colaborador entre partidos y se ha convertido en una elección antipolítica. Los políticos deberían escuchar con humildad y aprender la lección. Es una revolución muy británica.

Gillian Duffy habló en nombre de todo el país cuando retó al señor Brown mientras se dirigía a comprar el pan, y la descripción del líder laborista de la heroína de la clase obrera como una “señora intolerante” se convirtió en la prueba de la indiferencia de los políticos con respecto a los votantes. Algo muy alejado de la declaración del señor Blair, cuando se refirió al Partido Laborista como “los sirvientes del pueblo”.

Los debates televisivos cambiaron el equilibrio del poder y obligaron a los tres primeros ministros en potencia a enfrentarse a los votantes sin moderador. Nick Clegg logró un gran impulso porque se le vio como un político diferente, pero quizás con las confianzas que se tomó, se ganó el desprecio. Cuanto más lo veían los votantes, más les parecía y les sonaba como el resto. Los liberal-demócratas no han roto el molde de la política, tal y como habían esperado.

Se acabaron las deferencias

Pero aún así, el antiguo orden está sucumbiendo, minado por la desaparición de las lealtades a los partidos basadas en las clases sociales. Ahora es más probable que cambie el sistema de votación, pues la gente observa aterrada la diferencia entre los votos y los escaños ganados. El sistema de sufragio directo ha muerto. No obstante, ahora el partido laborista corre el peligro de parecer que antepone los intereses del partido a los deseos de los votantes.

Se generará una gran revuelo si el señor Brown, un hombre que no fue elegido líder del Partido Laborista y ahora ha sido rechazado rotundamente por el electorado, intenta seguir siendo primer ministro habiendo ganado menos escaños que Cameron. Sin embargo, parece que los que le rodean están dispuestos a intentarlo. El peligro es que este periodo crítico en la política está dominado por los acuerdos confidenciales, precisamente lo que más odian los votantes.

El mundo ha cambiado radicalmente en los últimos 36 años, que fue la última vez que se produjo una elección parecida. Ahora los políticos se comunican entre sí con teléfonos móviles, todo se comenta en Twitter, las noticias se emiten las veinticuatro horas y exigen respuestas al instante y los mercados harán que sea imposible prolongar las conversaciones durante varios días.

Pero sobre todo, lo que más ha cambiado es la perspectiva de los votantes con respecto a los que ocupan el poder. Independientemente de lo que digan las convenciones constitucionales, la aritmética parlamentaria y las ambiciones de los partidos, se acabaron las deferencias. El antiguo orden ha cambiado. Éso es lo que deberían recordar los políticos de todos los partidos al analizar el resultado de estas elecciones.

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