¿Ha perdido Europa el norte?

La Unión Europea, nacida para dar forma política a los valores comunes de los europeos, con la complicidad de los Estados miembros, ha acumulado un poder y unas competencias en detrimento de los intereses de los pueblos a los que supuestamente tenía que defender, denuncia el escritor irlandés Colm Tóibín.

Publicado en 18 diciembre 2012 a las 16:48

La Unión Europea parece un extraño sueño que tuvimos; era un modo de dar forma a un conjunto de valores políticos y de convertirlos en un complejo sistema que situaría los valores humanos, una rica cultura de ideas y de igualdad en el centro de nuestras inquietudes. Y ha resultado que, como sistema, la Unión Europea podía soportar cualquier cosa menos una crisis.

Ahora, bajo la presión de una crisis financiera, cada país sólo está seguro de una cosa: que sus fronteras y sus propios intereses importan más que cualquier bien común. Si bien las antiguas monedas han desaparecido, o la mayoría de ellas, prevalecen los pensamientos antiguos. En nuestras lealtades, una vez que nos afecta la presión, vivimos en Estados-naciones, aunque nuestros bancos funcionen en un nueva dimensión global. Ahora, el dinero se mueve como el aire, totalmente libre, arrastrado de un lado a otro por el viento, sin regular, inestable, incierto. Son las ideas las que se han mantenido inmóviles. Y junto a las ideas, las identidades. Sabemos perfectamente quién es alemán y quién es griego; estamos seguros de que somos irlandeses y ustedes suecos.

Es importante recordar qué significa el sueño. Es importante que ahora, en la periferia de Europa, donde vivo, volvamos a utilizar el idioma del idealismo político y cultural, retomar el idioma que han devaluado nuestros líderes políticos y comprobar si algunas (o ninguna) de las palabras o conceptos podrían significar algo, aunque sea para aportarnos el consuelo que nos proporciona la poesía, un lenguaje utilizado sonoramente y responsablemente, en un tiempo de adversidad personal.

Idea de cultura humanista compartida

Uno de los aspectos de nuestra herencia europea es nuestra forma de reírnos. En nuestra vida cotidiana, en nuestras historias populares y en nuestra literatura, la burla y el hecho de reírnos de nosotros mismos se encuentran en el núcleo de la sensibilidad europea. Tenemos derecho a reírnos del emperador cuando se pasea con toda su fastuosidad. Porque va desnudo. Nos hemos reído de nuestros líderes toda nuestra vida. El general sabe que el cabo, cuando llegue a casa, o se tome unas copas, perderá todo respeto por las medallas y el uniforme del general.

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En las obras de Shakespeare, el loco o el sepulturero hablarán con más sensatez que el rey o el príncipe. En las de Cervantes, Don Quijote es un héroe porque obviamente está loco. Y en Europa, si nos apetece, nos reímos de Dios y pensamos que debe de estar loco. Esto es lo que nos diferencia de los ciudadanos de Estados Unidos, o de China, o de Oriente Próximo.

En Europa, existe una idea de cultura humanista que todos compartimos, algo que procede de una libertad para escribir y leer lo que nos plazca, y de tener pensamientos nuevos, de crear imágenes nuevas. Hubo un tiempo en el que la Unión Europea parecía encarnar todo esto, parecía ser una influencia secularizante en Europa, que situaba en su centro las ideas humanistas y la tolerancia, la igualdad de oportunidades y la posibilidad del progreso.

Europa llegó a significar progreso, especialmente para países como Grecia, Portugal, España e Irlanda, que habían tenido malas carreteras y una política retrógrada. Llegó a significar paz para países que habían conocido la guerra. Mejoramos nuestras infraestructuras por gentileza de Europa y poco a poco, nuestra cultura política también cambió. Pero hubo un tiempo en el que Europa llegó a significar dinero y poder. Nos dimos cuenta, por ejemplo, de que cuando los políticos irlandeses o los funcionarios o los jueces se marchaban a trabajar en Europa, sus sueldos parecían ser muy altos.

La coartada del Parlamento Europeo

Lo que también surgió fue el misterio con el que tanto disfrutan los que aman el poder. La Unión Europea se basó en un sistema diplomático en lugar de, por ejemplo, un sistema parlamentario. De ese modo, lo que ocurría a puerta cerrada y se registraba en memorandos secretos, afectaba a nuestras vidas más que lo que ocurría en nuestros propios Parlamentos. Cuando los miembros del consejo de ministros de la UE se reunían, publicaban declaraciones insulsas y posaban para una fotografía. Nadie sabía lo que había decidido realmente, ni cómo. El Parlamento Europeo sigue siendo una gran y costosa coartada para la transparencia.

La Unión Europea parecía estar dispuesta a asumir más y más poder para sí misma. También parecía no tener ningún interés en reformarse, ni en examinar sus propios procedimientos. Al utilizar los sistemas que utilizan los diplomáticos, creó un extraño enemigo llamado pueblo. Y así, surgieron dos bloques de poder: los ciudadanos de Europa, con cada vez menos poder, y los dirigentes de Europa, con cada vez más poder. Los dirigentes a veces engañaban al pueblo y parecían saber lo que era mejor para él.

No obstante, algunos de los cambios que realizaron fueron maravillosos. Podíamos traspasar las fronteras de Europa sin tener que sellar los pasaportes o, si íbamos por carretera, sin tener que pasar ningún control. Podíamos transportar mercancías, en la mayoría de los casos, sin pagar aranceles. Podíamos vivir y trabajar donde quisiéramos dentro de Europa. Me encantaba que Europa Occidental acogiera a los países del Este después de 1989. Me encantaba la idea de que Europa se convirtiera en una Europa de ciudades, en lugar de de Estados, porque nuestras ciudades, y las ideas e imágenes que se extendían en ellos constituían nuestra gran creación europea.

Me encantaba la idea de que el concepto de nacionalidad y de nacionalismo acabara convirtiéndose en un sueño del siglo XIX y en una pesadilla del siglo XX que ahora llegaba a su fin. Incluso me encantaba el euro cuando surgió, y me sentía orgulloso de que Irlanda se uniera a él desde el principio. Me encantaban los nuevos edictos procedentes de Europa sobre el medio ambiente; me encantaba la liberalización del transporte aéreo. Incluso creí que llegaría el día en el que Europa significaría algo en el mundo, cuando nuestro concepto de derechos humanos destacara como el euro y cambiara lo que sucedía en China o en Oriente Próximo.

El recuerdo de lo que fue posible

En Irlanda, durante los años de prosperidad económica, llegamos al pleno empleo. No tuvimos que emigrar, como solemos hacer. Trabajamos muy duro. En una recesión, normalmente podríamos devaluar nuestra moneda, o dejar que aumente la inflación. Ahora no lo podemos hacer. Mientras el euro le viene bien a Alemania y a otros países ricos y hace que sus exportaciones sean competitivas, a nosotros no nos beneficia. Pero estamos encerrados en la moneda única.

Entre tanto, Alemania y otros países europeos prósperos hablan como si fueran la fuente de toda la sabiduría en Europa y sobre todo, como la fuente de toda autoridad. Bajo presión, la idea de la Unión Europea ha fracasado. Ahora sólo existen Estados-naciones que velan por sus propios intereses. Nos hemos despertado del gran sueño. Se ha hecho de día en Europa. Nuestro único consuelo es nuestra capacidad de reírnos de nuestra insensatez y de la suya; lo único que nos queda es el recuerdo de lo que una vez fue posible.

Y las pinturas, los libros, las canciones y las sinfonías, las grandes galerías y museos, las bibliotecas y los edificios públicos que componen nuestra cultura. Podemos caminar solos por la noche en las calles de ciudades como Lisboa y Riga, Atenas y Dublín, Constanza y Estocolmo y saber que el impulso hacia la solidaridad social y el idealismo político puede volver de nuevo, quizás con más intensidad ahora que sabemos lo frágil que es. Aunque de momento no será así.

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