Sobre el pedestal, las palabras de Percy Bysshe Shelley (1792-1822) en relación al gran Ozymandias: "Mira mis obras, oh Poderoso, y desespera".

El imponente legado de la Dama de Hierro

Desde la represión de los sindicatos de Gran Bretaña hasta la derrota del ejército argentino en las islas Malvinas, el mandato de 11 años de Margaret Thatcher desencadenó una serie de cambios sísmicos en el paisaje económico y político del país. Su legado perdura y seguirá siendo objeto de debate.

Publicado en 9 abril 2013 a las 15:22
Sobre el pedestal, las palabras de Percy Bysshe Shelley (1792-1822) en relación al gran Ozymandias: "Mira mis obras, oh Poderoso, y desespera".

Han pasado más de dos décadas desde que una Margaret Thatcher al borde de las lágrimas saliera del número 10 de Downing Street por última vez como primera ministra. Algunos lo lamentaron y otros se alegraron, pero todo el mundo fue consciente de la importancia de ese momento. Se había bajado el telón de un mandato que, para bien o para mal, había definido y también había transformado a este país. Los últimos años de su vida al margen de la política británica no cambiaron nada.

La década de los setenta parece una época muy lejana: no sólo ha cambiado Gran Bretaña, sino que lo ha hecho el mundo entero. Pero las pasiones que despertó desde el día que tomó posesión de su cargo se encuentran hoy tan vivas como antaño. Las divisiones que se siguen sintiendo en Gran Bretaña actualmente eran las mismas que cuando dejó de ser primera ministra. Fue un raro epitafio que no iba precedido con el sentimiento de “o gusta o se detesta”.

Férrea convicción

Quizás comprendió las marcadas divisiones que iba a suscitar su figura en ese famoso instante en el que citó la oración de San Francisco tras su primera victoria electoral y dijo “donde haya discordia, que podamos llevar armonía”. Pero la férrea convicción con la que asumió su liderazgo primero del Partido Conservador y luego del país, y que tanto contrastaba con el ánimo confuso y deprimido de ambos, constituyó tanto su mayor punto fuerte como, con el tiempo, su mayor debilidad.

Sin la determinación que demostró tanto para la política monetaria sensata o el capitalismo popular (vendiendo acciones de empresas de servicios públicos a inversores sin experiencia), como para la venta de viviendas sociales, o, después de 1988, para combatir el cambio climático, no habría podido alcanzar todos sus logros. Aunque hubo ocasiones en las que su negativa a hacer concesiones hizo que su vida política fuera más dura de lo que podría haber sido y al final resultó ser su perdición.

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Desvinculada del contribuyente

La Guerra de las Malvinas, analizada desde la perspectiva de la victoria, quizás fue su momento de gloria. Pero ¿podría haberse evitado esa guerra si no hubiera descartado las negociaciones? ¿Se podría haber apaciguado de algún otro modo el poder excesivamente agitador de los sindicatos sin el trauma de la huelga de los mineros? ¿Y quizás se hubiera logrado la paz en Irlanda del Norte mucho antes? Sus simpatizantes dirán que no, que su negativa a ceder tras el atentado de Brighton de 1984, por ejemplo, fue algo necesario. Puede que dejando a un lado la cuestión de Irlanda del Norte, sus detractores disentirán. Ni siquiera hoy existe un consenso y un amplio velo de rencor cubre aún la superficie de la política británica.

Dados sus orígenes humildes (la tan ridiculizada hija del tendero) y el hecho de ser una mujer en lo que era mucho más que ahora un mundo de hombres, no podría haber sido sino una luchadora y una intrusa.

Sin embargo, lo que comenzó siendo un valor se convirtió en un lastre, ya que parecía ir perdiendo el contacto con el electorado al que le debía el poder. La huelga del “impuesto a la comunidad” [en inglés, poll tax], que obligó a dar un giro marcha atrás a la dama que no estaba dispuesta a darlos, demostró lo mucho que se había desvinculado del público contribuyente, cuyos intereses había prometido enérgicamente defender.

Menos ambigua desde el extranjero

Y muchas de las políticas con las que se identifica a Margaret Thatcher aún hoy siguen conservando los aspectos negativos por los que entonces causaron tanta oposición. Las rebajas de los impuestos municipales agotaron las existencias de viviendas sociales, generando una factura que el país aún está pagando. El capitalismo popular produjo nuevos accionistas, pero también nuevos perdedores, cuando estalló la crisis financiera. El “Big Bang” que liberó al comercio en la City de muchas de sus limitaciones también puede considerarse a posteriori como la génesis de los excesos de la década de los noventa y del 2000. La limitación del poder de los sindicatos, entre cuyos efectos positivos estuvo la posibilidad de crear nuevas empresas, como The Independent, también se puede argumentar que contribuyó a los problemas de los sueldos bajos y la baja productividad en la economía actual tan liberalizada.

En el extranjero, la señora Thatcher, como siempre fue conocida, era valorada desde una perspectiva mucho menos ambigua. En toda Europa Central y del Este la adoraban por sus altos principios y su claridad al hablar. Sus relaciones con Ronald Reagan y con Mijaíl Gorbachov, cuyas credenciales reformistas apoyó, arriesgándose desde el principio, contribuyeron a sentar las bases del fin de la Guerra Fría. Pero también aportaron a Gran Bretaña esa influencia mundial de la que quizás no había gozado desde los días de Churchill, y que desde entonces no ha vuelto ejercer, a pesar de las ambiciones de Tony Blair. Su euroescepticismo era acorde a su férreo conservadurismo inglés. Sin embargo, comparado con las virulentas distensiones que afectan hoy a la política británica, parece por un lado más serio y por otro, casi benigno. Aún así, Europa fue sin duda la gran divergencia que la hundió.

Sin sucesor político

Durante 11 años, Thatcher dominó Gran Bretaña y fue una figura destacada en el ámbito mundial. Y estableció el estándar de cómo debe ejercer su poder un primer ministro. Pero dice mucho de su legado doméstico que, si bien el Thatcherismo es un credo reconocido, ella misma no tiene un heredero filosófico ni político. David Cameron desde un primer momento tuvo la prudencia de distanciarse de su afirmación de que “la sociedad no existe”.

Y si bien la Gran Bretaña que tan a su pesar dejó de liderar en 1991 es un país muy distinto al de 2013, muchas de las batallas que libró, tanto con la aplicación excesiva de impuestos, como la liberalización o las relaciones obrero-patronales, o para proteger la soberanía británica en Europa, siguen estando hoy de actualidad. Puede que eso sea una medida de su presciencia, pero también refleja las limitaciones a las que se enfrenta incluso el político más contundente y valiente a la hora de intentar producir cambios en una democracia.

Margaret Thatcher, en su edad dorada, dio una lección de liderazgo individual. Pero los británicos, como ha ocurrido en muchas ocasiones, de un modo obstinado e incluso admirable, se mostraron reacios a que les dirigieran.

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