Fresco inspirado en la obra "La libertad guiando al pueblo" de Eugène Delacroix, en el pueblo de Orgosolo, en Cerdeña (Italia).

El día en que se rebele la clase media

El filósofo polaco Marcin Król señala que nuestros dirigentes no se dan cuenta de que están sentados sobre un barril de pólvora. Porque la clase media, a la que se niega toda perspectiva de ascenso social, podría recurrir a la revolución como último recurso para hacerse escuchar.

Publicado en 10 abril 2013 a las 11:00
Luigi_Passeto  | Fresco inspirado en la obra "La libertad guiando al pueblo" de Eugène Delacroix, en el pueblo de Orgosolo, en Cerdeña (Italia).

Al contrario de lo que sostienen las ideas generalizadas, no son los pobres ni los desdichados los que inician las revoluciones en Occidente, sino las clases medias. Es lo que ha ocurrido en todas las revoluciones, empezando por la Revolución Francesa, con la excepción de la Revolución de Octubre, que fue un golpe de Estado perpetrado en una situación de desorden político extremo.

¿En qué momento decide la clase media desencadenar una revolución? En primer lugar, no se trata de la clase media en su conjunto, ni siquiera de un grupo organizado, ni menos aún de una comunidad, sino más bien de los líderes de la clase media, los que hoy ganan las elecciones en Europa y a los que se tacha de irresponsables (porque no pertenecen a la geriátrica clase política tradicional), pero que de repente se vuelven no sólo muy populares, sino también sorprendentemente eficaces.

Ciudadanos de segunda categoría

En el caso clásico de la Revolución Francesa, la función vanguardista revolucionaria la desempeñaron abogados, empresarios, empleados de la administración pública de la época y una parte de los oficiales del ejército. El factor económico era importante, pero no primordial.
Los elementos que desencadenaron el movimiento revolucionario ante todo fueron la ausencia de apertura en la vida pública y la imposibilidad de ascender socialmente. Cuando la aristocracia intentó limitar a toda costa la influencia de los abogados y de los hombres de negocio, incitó la revolución. En toda Europa, excepto en la sabia Inglaterra, la nueva clase media, con ciudadanos de segunda categoría, no estaba en posición de decidir su propio destino.

¿En qué consiste la discriminación actual? Es distinta y al mismo tiempo, similar. Es cierto que la aristocracia ya no monopoliza la toma de decisiones, sino que son los banqueros, los especuladores bursátiles, los directivos que ganan cientos de millones de euros los que apartan hábilmente del proceso de toma de decisiones a la clase media, que sufre las graves consecuencias de la situación. Chipre es el último y significativo ejemplo de ello.

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El dominio de los ancianos

Por supuesto, existen otros muchos ejemplos. Es el caso de los profesores universitarios, que no sólo en Polonia sino en toda Europa temen por sus empleos, sobre todo si tienen la mala suerte de enseñar materias declaradas poco útiles por la Unión Europea, los Estados miembros y las multinacionales que dictan el mercado laboral.

En Eslovaquia, por ejemplo, las ciencias humanas prácticamente han desaparecido, de modo que a los especialistas en historia, gramática, etnografía o lógica no les faltan motivos para preocuparse. Dentro de poco, les seguirán otras categorías profesionales. Es el caso también de los funcionarios públicos, cuyo número literalmente estalló en el pasado. ¿Es culpa de ellos? Está claro que no. ¿Y qué puede hacer un funcionario despedido con 15 años de antigüedad, si siempre ha conocido la seguridad de su empleo? Probablemente no gran cosa. Sucede lo mismo con los jóvenes titulados universitarios a los que se ha dejado a un lado del mercado laboral, así como con los artistas, los periodistas y otras profesiones que se han vuelto frágiles ante el sector digital.

Las revoluciones surgen con las exclusiones, en las profesiones, en la toma de decisiones y con el déficit democrático. Se alzan contra la barrera generacional, o sencillamente, contra el dominio de los ancianos.

Efectivamente, no es casualidad que los dirigentes de la Revolución Francesa tuvieran alrededor de 30 años, mientras que la edad de los líderes presentes en el Congreso de Viena (1815) que restableció el orden conservador en Europa era de más de 60 años. La mayoría de los dirigentes europeos actuales tienen entre 50 y 60 años, pero teniendo en cuenta los avances de la medicina, es muy probable que dentro de 20 años, Merkel, Cameron, Tusk, y Hollande aún sigan activos. Excepto si les barre una revolución.

El grito de la revolución

Todas las vías de avance de la clase media actual, en su mayoría joven, las obstaculizan multimillonarios, o bien viejos, o los que así considera una persona de 25 años. Esta situación es explosiva. Nos equivocamos si creemos que los jóvenes rebelados contra el sistema, pero desprovistos del lenguaje habitual de los partidos políticos y los movimientos políticos estructurados, no acabarán llevando a cabo una revuelta organizada. Sin embargo, jamás se ha realizado una revolución en nombre de una medida concreta, por ejemplo, una supervisión bancaria más estricta, sino en nombre del hecho de que ya no se puede vivir así. Una revolución, en oposición total a los métodos de los partidos políticos, no emplea ningún lenguaje político. La revolución grita, ruge, el sonido revolucionario es por naturaleza desordenado, pero a veces muy audible.

Así pues, ¿queremos o no queremos una revolución? En mi opinión, probablemente no, porque la revolución implica la destrucción total, antes de la construcción de un nuevo orden. Dicho esto, nuestros responsables políticos siguen sin darse cuenta de que están sentados sobre un barril de pólvora. No lo entienden, pues están demasiado abortos en la única idea que les obsesiona: volver al estado de estabilidad de hace diez o treinta años. Lo que no saben es que en la Historia jamás se producen retrocesos y que sus intenciones se parecen mucho a la expresión de Karl Marx: "la Historia se repite, pero como una farsa".

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