Cuando un dramaturgo y un político se encuentran, este último termina inevitablemente haciendo algún comentario sobre las obras que deberían escribirse en los tiempos que corren. Actualmente, el político diría: “me gustaría que alguien escribiera una obra sobre la crisis financiera”. Sin embargo, hace unos cuantos años un político me dijo que le encantaría ver una representación sobre la integración europea. A continuación mostró una sonrisa radiante, como si acabara de dar con una idea que iba a arrasar en las taquillas de toda Europa. Sobra decir que no he escrito tal obra.
Solo por el hecho de que sé menos de integración europea que lo que un político, de arte dramático. De hecho, no existe pieza de teatro alguna acerca de la integración europea; al menos, ninguna digna de mención. Lo que no es extraño, ya que el arte confronta la realidad y, cuando todo va bastante bien, el arte tiene poco donde rascar (partiendo de esta premisa, pedir una obra sobre la crisis financiera sí resulta perfectamente adecuado).
La integración europea ha alcanzado logros notables: los superlativos empleados por los oradores del domingo están justificados. Hoy día no existen conflictos entre las naciones y un enfrentamiento armado parece inimaginable. Se acabaron los bloques, los bandos contrarios, la división europea. Incluso se han suprimido los controles fronterizos, lo cual parecía utópico hace tan solo unas décadas.
La "casa común" europea
Hay una moneda única común que, si bien ciertos países tuviesen que abandonarla, no dejará de resplandecer lo suficiente como para seducir a otros países y animarlos a que la adopten. Los títulos universitarios están en vías de ser reconocidos en el conjunto de los países europeos, el mercado de trabajo se abre y los europeos pueden probar suerte en cualquier lugar de Europa. Y dado que no hay conflictos entre las naciones, podrían sustituirse los ejércitos nacionales por uno europeo. Lo cual brindaría a los ministros de Interior en paro la oportunidad de convertirse, por ejemplo, en directores de teatro, si les apeteciera.
Y sin embargo, no todo me parece de color de rosa en Europa. Durante la segunda mitad de la década de 1980 escuché por primera vez en boca de Mijaíl Gorbachov la expresión “la casa común" europea. Una idea que lo llevó a sacrificar el imperio soviético. Permitió que los países del bloque del Este salieran del dominio soviético, aprobó la reunificación alemana y dio luz verde a la ampliación de la OTAN hacia esos países. El imperio soviético se desmoronó y tres de las antiguas repúblicas que lo formaban se unieron a la Unión Europea. Pero al resto de los países de la antigua Unión Soviética se les cerró la puerta en las narices.
Ucrania protagonizó la experiencia más dolorosa. La “revolución naranja” liberó al país de un régimen autoritario. Los ideales europeos estimulaban a los revolucionarios ucranianos, atraídos por la perspectiva europea. Luchar pacíficamente por la democracia, por una mayor libertad y más derechos; ¿no es algo típicamente europeo? Sin embargo, Ucrania no fue admitida como miembro de la Unión Europea. Viví aquella humillación como si yo mismo fuera ucraniano.
Bruselas es una nave espacial sin rostro
Nos gusta decir que Europa “es una cuestión sentimental”. Está claro que para los revolucionarios naranjas, y no cabe duda de que también para Mijaíl Gorbachov, se trataba de una cuestión de sentimientos. Pero, aun así, no lograron unirse a la Europa institucional. En cambio, los daneses, los irlandeses y todos los que habían dicho “¡NO!” a la Constitución europea, estaban obligados a permanecer en la Unión. En el mejor de los casos, se celebraron referendos hasta que se obtuvo el resultado deseado.
De modo que lo de Europa como “una cuestión sentimental” no puedo tomármelo en serio. Se trata más bien de una construcción burocrática, útil después de todo a efectos de vida cotidiana. Basta con pensar en las ventajas que conlleva el estatuto de “consumidor europeo”.
“La identidad europea” tropieza antes que nada con la barrera del idioma. Todo el mundo sabe que comunicarse en la lengua materna crea una base muy distinta; y, por desgracia, en un futuro previsible no habrá una mayoría de europeos que pueda comunicarse en una lengua materna común. Cualquier político europeo que se exprese en su idioma materno será comprendido solamente por una pequeña minoría de ciudadanos europeos. Aunque, lenguas aparte, lo más impresionante de los políticos es el arte de la retórica, y los políticos europeos serán siempre más o menos extranjeros para los ciudadanos de Europa, del mismo modo que Bruselas será siempre una especie de nave espacial sin rostro y sin voz. Eso no tiene solución.
Hay gente que se encariña con su coche. Otros afirman que “no es más que un objeto utilitario”. Lo mismo ocurre con Europa: con sentimiento o sin él, avanza. Algo es algo.