Campo de refugiados de Opatovac. — Llorando sin parar, un niño de no más de seis años grita y se agita hasta casi descomponerse. Hoy, cuando se escribe este reportaje, en el campo de refugiados de la localidad croata de Opatovac, fronterizo con Serbia, alguien ha tenido la idea de separarlos de sus madres durante el proceso de identificación, pero, desorientados, muchos chiquillos se niegan a obedecer. Ven a sus madres detrás de las vallas y se desesperan. Los voluntarios juegan con ellos e intentan calmarlos. Pero no es tarea fácil.
Según estimaciones de Unicef, cuyo personal se encuentra en el terreno, los niños representan el 25% de los casi 200.000 refugiados cuya entrada registró Croacia desde el pasado 16 de septiembre (cuando, tras el cierre de la frontera entre Serbia y Hungría, los migrantes empezaron a pasar por Croacia). Los hay de todas las edades y casi todos presentan traumas que no se borrarán fácilmente. Y no sólo eso. “Además de los daños psicológicos provocados por su situación, tienen heridas en los pies de tanto caminar, enfermedades digestivas por la falta de condiciones higiénicas e infecciones pulmonares porque han dormido en la intemperie”, cuenta a este medio Valentina Otmatic, directora de Unicef Croacia.
Tan dramático es lo que enfrentan estos niños que algunos ya parecen adultos sin serlo. Es el caso de Bahir, un adolescente sirio de 14 años que, cuando lo encontramos, discute con su hermano la manera de sortear los obstáculos para llegar a Alemania. Poco después, sin embargo, se le cae la máscara y se abandona en los brazos de un joven kurdo poco mayor que él. Se han conocido en el camino y, como otros, han formado un grupo para protegerse en caso de peligro. “¿Adónde nos llevarán?”, pregunta Bahir.
Nadie contesta. Alrededor, hay un hervidero de personas, hileras de tiendas de campaña militares y hercúleos agentes de la Unidad de Intervención Policial. En esas anda también una familia de afganos con una niña con unas sospechosas manchas rojizas en la cara y la siria Afrah, que a ratos se toca la panza como si llevara todo el dolor del mundo a cuestas. En realidad, se casó antes de emprender el viaje y ahora está embarazada de cinco meses. Como muchas otras mujeres preñadas que hay entre los refugiados, quiere seguir su travesía a pesar de sus condiciones.
Menores solos
Extremo, sí. Como los niños que solos están recorriendo kilómetros y kilómetros para alcanzar Europa. Solos, sí. “La rapidez con la que se está produciendo esta migración está dando lugar a fenómenos poco frecuentes, como el de gran cantidades de menores que viajan en solitario”, dice Otmatic, al recalcar que es urgente la creación de un sistema mundial para rastrear a estos niños y evitar que caigan en redes criminales.
Lydia Gall, responsable regional de Human Right Watch (HRW), también cree que procedimientos como dividir las familias para identificarlas, en medio de enormes cantidades de personas, contribuye a que los menores refugiados pierdan el rastro de sus familiares. “La gente se está perdiendo en medio de las malas interpretaciones, fronteras cerradas, funcionarios y trabajadores sociales agobiados”, según Gall. Tanto es así que, en la estación de trenes de Viena, ya ha aparecido una pancarta donde cuelgan desesperados anuncios de migrantes que han perdido a los suyos durante su viaje.
Así y todo, estos fenómenos no son exclusivos de los menores que pasan por las rutas balcánicas.
También es una situación en auge en el confín entre España y Marruecos y que se registra en las islas sicilianas de Italia, donde estos niños llegan a bordo de maltrechas pateras tras un peligroso viaje en el mar. De ahí que, hace pocos días, la sección italiana de Unicef recordara que tan solo en los primeros seis meses de este año las autoridades europeas han registrado 106.000 peticiones de asilo de niños migrantes. Y que Save The Children, que también trabaja en los lugares de llegada de estos menores, presentara cifras aún más escalofriantes. “En los primeros 9 meses de este año, 411.567 personas cruzaron el Mediterráneo, de las cuales 11.257 resultaron ser niños y 8.560 llegaron sin sus familias”, indicó la organización.
“Tenía 7 años y medio cuando me escapé de Eritrea. Lo hice porque me querían obligar a prestar el servicio militar y eso hubiera puesto fin a cualquier esperanza de encontrar un futuro mejor”, declaraba recientemente a un diario suizo Tesfai, un menor eritreo que empleó 8 años en llegar hasta Italia. “Por eso, me fui”, relató el ahora adolescente, quien en la actualidad se encuentra sano y salvo y ha encontrado un hogar en el cantón suizo de Ticino.
Otro testimonio es el de la asociación El Puente Solidario, la cual ha sido fundada en septiembre pasado para hacer frente a los muchos niños subsaharianos que se encuentran en Tánger y tienen dificultades para cruzar a Europa a causa de la valla española. El inmigrante de Liberia Aissatou Toubarry, quien creó la organización, explicó que gran parte de estos niños tienen terribles historias a sus espaldas. Como, por ejemplo, ser hijos de opositores políticos en países en los que esto es un peligro mortal, o provenir de familias polígamas y haber sido rechazados por sus padres. Y, en Marruecos, las autoridades no les otorgan un trato especial.
Todo esto, por supuesto, también es un desafío para las organizaciones y las autoridades que detectan la presencia de los menores que llegan solos hasta suelo europeo. “Cuando nos damos cuenta de que un migrante es menor, evaluamos muchas cosas: si en el grupo en el que está hay quien lo cuida, su edad y su estado de salud. También, si es posible, intentamos contactar con sus familias en el país de origen. Luego decidimos si repatriarlos, ponerlos en manos de los servicios sociales del país al que ha llegado o permitir que sigan su viaje”, confesó a este medio una cooperante. “Pero, bueno, la realidad es que se trata de una situación muy compleja, pues es imposible saber con certeza qué es lo mejor”.