Europa, 1848 y la primavera árabe

Publicado en 26 agosto 2013

Cuando se inició la “primavera árabe”, muchos observadores europeos compararon los levantamientos contra los regímenes autoritarios de África del Norte y de Oriente Próximo con los que provocaron el hundimiento de los regímenes comunistas europeos en 1989. Esperaban que se produjera una oleada de democratización y de desarrollo fomentada por una nueva generación de jóvenes que se inspirarían en los valores occidentales.
Tal y como señaló la directora general adjunta egipcia del FMI Nemat Shafik en mayo de 2012, la diferencia es que en 1989, “la economía mundial se encontraba en plena expansión, la Unión Europea estaba dispuesta a acoger entre sus miembros a países en transición y era fácil obtener financiaciones externas”. La transición de los países árabes se ha producido en un contexto mucho más difícil. Según Shafik, sin una “primavera económica” que acompañe a la renovación política, la primavera árabe estará condenada al fracaso, pero el peso de las profundas reformas necesarias ejercerá una gran presión sobre las arcas ya vacías de estos países inestables.

Tras el regreso sangriento del ejército en Egipto, todo el mundo es consciente del fracaso. Y la situación actual parece que puede compararse más bien con otro gran ciclo revolucionario que fracasó, la “primavera de los pueblos” de 1848, como destacan Robert D. Kaplan y Jonathan Steinberg.
Sin embargo, entre los puntos comunes notables entre los dos grandes acontecimientos, existe uno que pasa desapercibido: en los dos casos, se trata de la explosión producida tras un largo proceso de reequilibrio entre los sistemas económicos, políticos y sociales antiguos y nuevos. En 1848, el capitalismo burgués imperante intentaba acabar con el sistema feudal y asentar un modelo basado en la democracia parlamentaria y el liberalismo. En 2011, la crisis económica estallaba tras una larga fase de deterioro y de obsolescencia de estos regímenes autoritarios que databan de la Guerra Fría. Pero la clase media que tendría que haber apoyado la adopción de un modelo de tipo occidental era demasiado escasa y demasiado débil debido a su propia crisis. Entonces, el proceso pasó a manos de los islamistas, que en lugar de sufrir dificultades económicas, salieron reforzados de la situación.

Al igual que a mediados del siglo XIX, nuestra época aún no ha madurado y los movimientos islamistas regresan a la clandestinidad ante la actual oleada de protestas. Los países del Golfo, que han intentado aprovecharse del movimiento, se han dado cuenta de su magnitud real y han decidido sustituir a Europa y a Estados Unidos en la función de padrino de los policías autoritarios del orden regional. De este modo, ante los 12.000 millones de dólares que han ofrecido a los generales egipcios, las escasas ayudas bloqueadas por la Unión Europea como “fuerte respuesta simbólica” demuestran, de un modo casi ridículo, hasta qué punto la función de Europa en la otra orilla del Mediterráneo es irrisoria.

Para cosechar los frutos de una primavera de democracia y de desarrollo, Europa tendría que haber sembrado las semillas cuando el tiempo era favorable y apoyar a los principales actores del movimiento, en lugar de dividirse por ciertas complicidades con los regímenes dictatoriales corruptos y de emprender iniciativas vanas como la Unión para el Mediterráneo. Ahora ya es demasiado tarde. Quizás la primavera árabe esté llegando a su fin, pero, al igual que sucedió después de 1849, la dinámica histórica que la hizo nacer seguirá su curso. El dinero de los jeques no bastará para resolver las dificultades estructurales de los países árabes y el momento de pedir cuentas a los movimientos islamistas tan sólo se retrasará. Pero los europeos pueden estar tranquilos: en esta historia ya no tenemos ninguna función que desempeñar.

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