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Tras Irlanda, la crisis de la deuda engulle su segundo Gobierno. Si los irlandeses se desembarazaron de Brian Cowen en febrero, el pasado 5 de junio los portugueses enviaron a José Sócrates y a su Partido Socialista a las filas de la oposición.
En Portugal, como en Irlanda, los votantes castigaron a los dirigentes con cargos por no haber sabido proponer una alternativa a las medidas de austeridad con el objetivo de tranquilizar a los mercados (e incluso a sí mismos) respecto de la solvencia de sus bancos o de sus propios Estados, y de rembolsar los miles de millones prestados por la UE y el FMI.
Sin embargo, tanto en Portugal como en Irlanda, los nuevos ocupantes de la sala de mandos asumen las grandes líneas de los planes de austeridad que les costaron el puesto a sus predecesores. "No tenemos otra opción", explican asumiendo que está en juego su capacidad de recolectar dinero en los mercados (y por tanto de financiar las políticas públicas, así como la supervivencia del euro, según añaden sus socios europeos).
Nunca en toda la historia de Europa los Estados soberanos habían visto reducir de tal manera su margen de maniobra en sectores clave como el de las finanzas públicas y la fiscalidad, hasta el punto de que hoy en día resulta complicado diferenciar por sus acciones a los Gobiernos de izquierda de los de derecha.
Tampoco nunca antes la integración europea se había manifestado de forma tan concreta ante los ojos de la opinión pública y de los responsables políticos. No obstante, se podría lamentar que estos últimos tratan de reaccionar ante los acontecimientos en lugar de ser actores de los mismos. Y a los europeos parece que no les gusta. Y lo hacen saber, tanto en las urnas como en la calle.
